"Big Bang" un relato de Jorge Bueno para CONTROLando



BIG BANG


  Por supuesto, él era Dios y todo lo podía. Le bastaba nombrar una cordillera para que una mole quilométrica de roca maciza surgiera de la nada, y si estaba tardando siete días en crear el mundo no se debía a ningún tipo de limitación logística, sino a la voluntad de conferir al génesis un halo legendario que lo hiciese más atractivo. A fin de cuentas, se decía Dios mientras su dedo indicaba el lugar exacto donde inmediatamente emergería un océano, toda historia épica merece un origen antológico. Y a pesar de que su omnipotencia no sólo era absoluta sino también perfecta, cualquier observador con un mínimo de facultades hubiera podido apreciar aquella sombra de duda entre los infalibles pliegues de su frente, y de haber tenido merodeando a un familiar cercano, sin duda éste hubiera mostrado su preocupación por los cada vez más frecuentes retiros del Todopoderoso a la cima del universo –una cima metafórica, claro está, pero no nos enredemos ahora con eso–, desde donde contemplaba con gesto grave la magnitud de su obra.

  Me sorprendo observando atentamente el proceso de construcción de un castillo Playmobil. El artíficesobrino, seis años, gafas enormes, ausencia de varios incisivos en su dentadura– ejerce de arquitecto supremo, colocando piezas a su antojo y menospreciando con arrogancia el manual de instrucciones. Los habitantes –caballeros, princesas, dragones– se ubican de forma
aparentemente arbitraria, desafiando todas las convenciones de la estrategia militar, condenados, a mi parecer, a fracasar en el intento de conservar la plaza ante el inminente ataque de un barco pirata y varias naves de Star Wars. Aún así, jamás pierden esa sonrisa de panoli, seguros de que la mano intrépida y pegajosa de aquel ser superior los guiará, una vez más, hacia una gloriosa victoria.

  Lo que atribulaba a Dios no eran las catástrofes naturales ni las extinciones en masa, sino el convencimiento de que el prodigio sólo podía alcanzar la excelencia pasando obligatoriamente por la emancipación de sus criaturas. Estaba demostrado –o el tiempo así lo haría, aunque a Dios, el tiempo, ni fu ni fa– que los humanos sólo se plegaban a las normas si mediaba la amenaza del castigo. Por otra parte, una vigilancia intensiva de cada uno de sus actos no tardaría en convertirlos en una raza de mascotas –amén de rebajarle a él mismo al nivel de Satán, pobre diablo, condenado a una vigilia eterna, siempre al acecho de cualquier atisbo de debilidad–. La pregunta era: ¿Cómo podría asegurar el libre albedrío sin empujar a la humanidad hacia un abismo de desamparo? Obviamente, Dios sabía la respuesta de antemano, pero jamás debe rehuirse una pizca de teatralidad ante una decisión de importancia, de la misma forma que no se entrega un regalo sin un envoltorio de colores brillantes. La virtud, como suele suceder, la encontró en el punto medio. Si no podía someterlos a un examen permanente pero tampoco ignorarlos como si no fuesen hijos suyos, dotaría a los humanos de un sistema de autovigilancia, una suerte de sentido arácnido que se dispararía cada vez que el individuo fuese tentado por la posibilidad de encaminar sus pasos fuera de la senda marcada, y que dejaría a su total elección volver a ella o avanzar hacia la perdición total. Esta solución salomónica fue muy del agrado de Dios ya que, aparte de ser perfecta en tanto que pensada por él mismo, le permitía lavarse las manos acerca de cualquier tema relacionado con un mal uso del producto, puesto que serían los propios usuarios los únicos responsables de su conducta y por ella pasarían cuentas llegado el momento.  Como en cierto modo aquella cosa, una vez creada, escaparía a su control, decidió que sucediera sin nombrarla –ya se encargarían los griegos, que para algo se le habían ocurrido–, como una especie de imperativo teológico necesario para que todo fluyera según los designios divinos. 

  Los agrios lamentos de mi sobrino me despiertan del caos de plástico industrial en el que se ha convertido el campo de batalla. Llora porque una voz en su interior le acusa de maldad, vandalismo y atropello, pero aún así no puede evitar responder a su naturaleza y lanzar contra la pared las piezas de su castillo en ruinas, asolado tras un ataque salvaje por mar y aire, mientras desde el suelo, un caballero despojado de su armadura y su dignidad descubre con qué facilidad se puede perder la fe aunque, maldita sea, no haya forma de deshacerse de esa estúpida sonrisa.