"La Razón de Mal", relato de Jorge Bueno (ilustrado por Ciça Bracale)

Jorge Bueno, es autor entre otros relatos 
 del galardonado Teletransporte público
 
Ilustración: Ciça Bracale

Supongamos que Mal tiene razón, y que el espantapájaros de la esquina sea lo que él denomina un TCV.  Mientras espero a que el semáforo cambie a verde, compruebo una por una las características que Mal me ha descrito por teléfono: riñones contra la pared mostrando una perezosa determinación de contrafuerte, como si en realidad fuesen sus hombros los que soportaran la gravedad de los doce pisos de cemento impersonal que se levantan a su espalda; el peso de los brazos en caída vertical, estudiando con desapego el dilema rígido que presentan las rodillas; cabello corto y de un negro terroso, encrespado con la modestia de una barbería de 200 krêdiets; vestuario de boutique laboral, tan estudiadamente anodino y marrón que resulta imposible no fijarse en él. Pero lo realmente llamativo son sus enormes gafas de sol bajo el çiseleme, esa llovizna preescolar, suave y tozuda, que no ha dejado de ladrar sin morder desde hace tres días. Podría confundirse con un ciego si nadie se tomase la molestia de examinar detenidamente la austeridad matemática que adorna los movimientos de su cuello, la generosa economía de movimientos que le permite controlar su pequeño reino de 180 grados. Supongamos que Mal lleva razón, y que cada pisada de peatón sobre el asfalto, cada gemido de tubo de escape, cada hoja de hortaliza sobresaliendo de la bolsa de la compra sea registrado puntualmente en algún recóndito lugar ubicado tras las arrugas de la frente del TCV. Que ningún detalle pueda escapar a su control semicircular. Eso podría explicar por qué de pronto, con la frialdad de un ejecutivo de cuentas, el TCV conduce su mano con una parsimonia limítrofe con la ostentación hasta el bolsillo interior de su chaqueta de franela, extrae un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y garabatea con indolencia de funcionario algún detalle imperceptible para el ojo humano común. El semáforo cambia y, antes de que el tumulto de automóviles que me preceden me permita avanzar rumbo al hotel de tercera en el que Mal me ha citado, aún me quedan unos segundos para observar cómo el TCV vuelve a introducir la libreta y el bolígrafo en el bolsillo y reanuda su aparente inactividad.

  Desde hace algún tiempo flotan rumores tan finos como el çiseleme sobre el creciente desmantelamiento de videocámaras en Cathrach. El férreo control que el gobierno ejerce sobre los medios y el aparente enroque del régimen en una carcasa de oscurantismo ha conducido a un progresivo aislamiento internacional de la población, entregada en silencio a la pelea diaria por la supervivencia. Esta coyuntura, junto a la ausencia determinante de pruebas que corroboren las sospechas de Adversi, sólo consiguen enturbiar con mayor eficacia el ya de por sí enrarecido ambiente en la capital desde que la actual junta tomase el poder en circunstancias tan confusas como la posición que mantienen las grandes potencias respecto a la situación en la depresión de Dlam. Aparco sin problemas el coche de alquiler frente a la dirección que Mal ha elegido para el encuentro, un lugar entrañable algo más allá de los suburbios de la periferia que ha logrado provocar una crisis nerviosa a mi GPS.  El aspecto de la fachada invita a pensar que el hotel está abandonado, pero cualquier sospecha se difumina en los fluorescentes de un cartel rojo y blanco que invita amablemente a entrar y tomar un refresco en el bar. El lugar, por el momento, parece libre de espantapájaros.


  “Son TCVs”, dice Mal. Su camisa hawaiana parece un uniforme de camuflaje para pasar desapercibido entre la jungla del papel pintado de la habitación. “No comen, no duermen, no enferman. Y sobre todo: no olvidan”. Mal es cauto. Tanto como para citarme en el lugar donde inventaron la vulgaridad y las bombillas fundidas. Tanto como para no llamarse Mal. Su nombre auténtico es una incógnita, al igual que el puesto que ocupa en la jerarquía de Adversi, la organización clandestina que lucha por la restauración  de los derechos fundamentales en Dlam. Mal fue uno de los primeros en alertar sobre el fenómeno de los TCVs, gracias a su empleo como repartidor a domicilio de un supermercado y a unas dotes de observación poco frecuentes. “Al principio no le dí importancia. Lo atribuí a alguna operación del servicio secreto de la policía política para controlar a la oposición.” Algo tan común en Cathrach como la polución en el aire o el persistente olor a tavuk rebozado en la atmósfera. “Pero en cuestión de semanas los espantapájaros habían proliferado como hongos. Estaban por todas partes”. Y lo que más preocupa a Adversi: no parece haber ningún indicio de que vayan a marcharse.


  La campaña que la organización inició a través de sus blogs de denuncia no obtuvo la repercusión deseada. Las asociaciones internacionales en defensa del derecho a la privacidad y contra la manipulación de bases de datos no se hicieron excesivo eco de estos llamamientos debido, por una parte, a la inconsistencia de las pruebas aportadas, y en segundo lugar, a causa de una absoluta entrega de energías por parte de estas mismas asociaciones a la denuncia obsesiva de los peligros que acechan en las redes sociales. Paradójicamente, tuvo que ser una conocida empresa multinacional, especializada en sistemas de videovigilancia, quien publicitase de forma esporádica las sospechas cuando su consejo de administración, alarmado por el súbito descenso de sus exportaciones a la zona, filtrase algunos datos relevantes a un columnista de la prestigiosa web financiera Le sac ou la vie. Aún así, los datos revelados fueron tan insuficientes y dispersos que ninguna institución sensata se hubiera atrevido a pedir explicaciones al régimen de Dlam. La sensación de abandono que vive Adversi se refleja en el aspecto cansado de Mal y en el color ceniza de su escaso cabello, que contrasta con el relato entusiasta que sus labios dibujan en la penumbra de la habitación sobre las primeras evidencias de fractura en el gobierno. Se refiere al caso de la céntrica plaza Uwch, unos meses atrás, donde la súbita desaparición de doce cámaras de vigilancia consiguió atraer la atención de algunos medios sensacionalistas extranjeros. De forma excepcional, las autoridades Dlamitas salieron de su habitual hermetismo en forma de burocrática nota en la cual se hacía una referencia genérica a labores de mantenimiento. Las cámaras aún no han sido repuestas, y los soportes que las mantenían han sido sigilosamente invadidos por nidos de bottleass, unas aves de ojos grandes que parecen saberlo todo. Paralelamente, las esquinas de la plaza que hasta hace poco constituían el hábitat natural de prostitutas, rateros y vendedores ambulantes de tavuk, han sido ocupadas de forma progresiva por espantapájaros humanos de gafas oscuras.

  Pese a los esfuerzos de Adversi y de las agrupaciones internacionales de skywatchers reciclados que le muestran su apoyo exigiendo una justificación oficial en el caso de Uwch, no existe hasta la fecha respuesta alguna por parte de los dirigentes gubernamentales, refugiados en la impermeabilidad de su mutismo oficial. “Su estrategia”, asegura Mal extraviando cada vez más los ojos, “es dejar que todo se enfríe, y que el tiempo haga su trabajo en forma de maremoto o accidente nuclear en la otra punta del mundo”. Observando el tamiz vidrioso en las pupilas dilatadas de Mal, surge la pregunta de si su abnegación a la causa no habrá seccionado el cordón umbilical que lo unía a su razón. Recita en susurros, con la mirada perdida en el horizonte del estampado selvático de la pared, algo sobre operaciones secretas que comprenden laboratorios ocultos en las cloacas de Cathrach, razas de supervigilantes que no necesitan manutención y centros de meteorología que manipulan el clima a su antojo con el fin de aplacar los ánimos. “Está comprobado que cada vez que legislan una medida impopular llueve durante una semana”, asegura frotándose las manos con la ayuda del sudor y el recelo. Escuchándolo hablar, uno tiene la sensación de que el verdadero plan de las autoridades es dejar que la oposición se ahogue en su propia paranoia.

  Hace mucho que he dejado de tomar notas, aunque a Mal, si es que ha reparado en ello, no parece importarle. Mientras continua su narración atropellada sobre conspiraciones y experimentos genéticos,  observo desde la ventana cómo una furgoneta blanca sin distintivo alguno se detiene en la acera opuesta. Un hombre con gafas oscuras sale del asiento del acompañante y se dirige hacia la esquina de la calle. La furgoneta arranca mientras el hombre petrifica su espalda contra la pared del edificio. Al cabo de unos segundos, un sutil movimiento del cuello indica algún tipo de actividad cerebral más allá de las pobladas cejas. A pesar de sus enormes gafas oscuras, apostaría a que me está mirando. Mueve su mano con asombrosa parsimonia de espantapájaros en busca de un bolsillo interior de la chaqueta, de donde extrae un pequeño bloc de notas y un bolígrafo.